martes, 8 de julio de 2014

La disciplina de la derrota


Monereo establece una tradición emancipatoria que une, con un hilo rojo, de Jesús a Marx. De Espartaco a La Pasionaria, matizaría yo si me preguntaran. Una tradición emancipatoria atravesada por dos grandes contradicciones: la fe laica en que se pueden cambiar las cosas y la experiencia de innumerables derrotas. La política, para bien o para mal, es algo en buena medida irracional. No consiste en hacer el mejor programa o tener la razón. Influyen factores emocionales. El comunismo ha dado miedo cuando se ha convertido en una especie de religión popular laica. Solo la ilusión, la esperanza y la fe en una idea pueden hacer posible aquello de “luchar contra lo imposible y vencer”.

Esto es un problema, que se convierte en problemón cuando tienes la mochila cargada de derrotas. A veces se ganó. Todo lo que tenemos, o más bien lo que nos queda, se conquistó. Si algo enseña la Historia es que aquí no se regala nada. El llamado Estado de bienestar fue una concesión a la que los poderosos se vieron obligados porque tenían en frente a la Unión Soviética y el «fantasma» recorría Occidente. Las correlaciones de fuerzas internas, dentro de los propios países occidentales, también eran otra cosa. El PCI se suicidó con más del 20% de los votos y un millón de afiliados. Mateo Renzi simplemente es un tonto harto olla, con perdón.

Casi siempre se perdió. Al principio decíamos que un comunista nunca estaba solo. Luego tuvimos que enmendar nuestro idealismo: un comunista es el que está dispuesto a quedarse solo. A algo parecido se referiría Javier Egea: “Los solitarios son esos que le dicen a su amada: me quedo solo, pero no me vendo”. La soledad del corredor de fondo, si no estuviera pillado, sería el título perfecto para la biografía de tantos que dedicaron lo mejor de sus vidas por intentar dejar un mundo más digno a los que iban detrás. Casi siempre sin ningún tipo de recompensa. Es lo que tiene nadar a contracorriente, luchar contra Goliat. Lo más normal es que te rindas y te tomes las cosas de manera más «desapasionada», que es como decir que se puede jugar al fútbol sin correr. En caso de que insistas lo más normal es que pierdas dinero, oportunidades, trabajos y, sobre todo, por encima de todas las cosas, tiempo. La guerra ideológica es la más dura de todas. Los racionalistas ilustrados no lo entenderán, pero si estás en primera línea de fuego (da igual el frente, la trinchera o tu responsabilidad individual), tus relaciones con la gente o la visión de cualquier aspecto concreto de la vida, por banal que sea, estará condicionado por ello.

No creo que exista un comunista que no haya perdido algún conocido, algún amigo o alguna pareja por el hecho de serlo. No se trata de que ideológicamente no te acepten o las discrepancias puedan erosionar una relación. Puede ser más grave: que la preocupación por determinadas cosas te impidan preocuparte de otras. A veces esto puede ser una excusa, pero a mí me gusta la gente que se vuelca en lo que cree, aunque esto conlleve calentamientos de cabeza, críticas de tus vecinos, suspensos o un tono ocre de aparente amargura.

Un obrero le reprocha al profesor Sinigaglia que él no es como ellos, por su condición de intelectual. El profesor le responde que efectivamente él no es como ellos: no tiene ni trabajo, ni amigos, ni familia, ni casa. Lo único que tiene son ideas disparatadas que lo meten en líos. I compagni (Mario Monicelli, 1963) es una película sobre una derrota, pero también sobre gente que lo tuvo todo y se quedó sin nada y gente que no tenía nada y lo pudo tener todo. Creo que no existe otra película que muestre mejor esas dos contradicciones que atraviesan la tradición emancipatoria de la que tanta gente, a pesar de los pesares, se sigue reclamando heredera pero también partícipe.

Estamos derrotados, pero no vencidos. Mucho menos convencidos. Pueden pasar militarmente, pero nunca ideológicamente. Siempre habrá ideas disparatadas y gente dispuesta a luchar por ellas.

Nota. En la foto un joven comunista con actitud desafiante en Berlín, 1919. Hay quienes dicen que la foto es falsa: es lo de menos.

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